Separata de la Revista Asturias
Nº 126. Madrid, 7 de octubre de 2014
Edita e imprime: CENTRO ASTURIANO DE MADRID ©
ISSN 2254-7614 (versión impresa) ISSN 2255-1786 (versión electrónica)
DL. M-5971-1986 (Separata)
Palestra proferida no Centro Asturiano de Madrid - Espanha, em 05 de outubro de 2014.
Palestra proferida no Centro Asturiano de Madrid - Espanha, em 05 de outubro de 2014.
José Jorge Amado Farías es un
escritor brasileño, nacido el diez de agosto de 1912 (mil novecientos doce), en
la hacienda Auricídia, en Ferradas, distrito de Itabuna, Bahia, y que falleció
el 6 de agosto a escasos 4 días de cumplir 89 (ochenta y nueve) años. Es el
autor preferido por nueve entre diez lectores brasileños. Ello se debe al hecho
de que el escritor bayano aúna, en sus diferentes novelas, una poderosa
capacidad de contar historias con un estilo vehemente y pasional, temperando
todo con humor vivaz y picardía erótica al sabor del gusto nacional. Doña Flor
y sus dos maridos, obra publicada en 1967 (mil novecientos sesenta y siete), es
considerada por la crítica el mejor trabajo del autor, hoy en día sigue siendo
una novela actual y leída aún con placer, pues reúne dos de los temas
preferidos por el autor: “la buena mesa y la buena cama”.
Esta novela nos cuenta una
historia dividida en cinco partes.
La primera parte se inicia con
la historia de una profesora de cocina de la escuela Sabor & Arte (título
que se transforma de manera humorística en el juego de palabras “saborearte”),
llamada Florípedes Paiva Madureira, Doña Flor Dos Guimaraes, que pierde a su
marido Badinho (Waldomiro Dos Santos Guimaraes), malandrín incorregible,
"pobre, sin un centavo, funcionario chirle, granuja, cuchillero,
chupandín, libertino y jugador...", en pleno domingo de “carnaval”. Con
este hombre Flor perdió su virginidad antes del matrimonio y a los 23 años y a pesar
de las negativas de su madre se escapa con él para convertirse en su esposa y
soportar a lo largo de 7 años sus faltas, sus mujeres, sus vicios y sus
engaños.
La segunda parte tiene lugar
durante el periodo del duelo de Flor. Ahora, de pesar cerrado y llorosa, con la
muerte de su amor, recuerda los altibajos de esa relación. Pero, como aún es
joven y bonita despierta el interés romántico del correctísimo farmacéutico
Teodoro Madureira, un tipo de hombre delicado que toca solos de fagot, de traje
a rayas y pelo engominado, pero fiel, con quién se une en matrimonio. Para
ayudar a Flor en su dolor, su madre vuelve a la ciudad y la situación se
agrava. Doña Rozilda, madre de Flor, es el perfecto modelo de suegra: odia a
Vadinho, es aburrida, controladora, exhibicionista y siempre tuvo la pretensión
de subir de escala en la vida social. Empieza a intrigar sobre el fallecido
(pues para ella su muerte era motivo de fiesta) con varias beatas, ya que sólo
algunas defienden a Vadinho (pero, no sus actos) por él ser una persona
excepcional (en el sentido de ser una persona no común, no por ser maravilloso
o por padecer alguna deficiencia mental). Pero la madre de Flor deseaba que sus
hijas se casasen con hombres ricos, y Vadinho apareció. Ellos se habían
conocidos en una fiesta chic (Vadinho se había colado, con la ayuda de un tío
suyo) y ahí comenzaron el noviazgo con la permisión de Doña Rozilda, hasta que
ella descubrió quien era el yerno. Más tarde Flor sale de casa y se casa (de
azul, porque no tuve la coraje de ir de blanco, ya que había perdido la
virginidad) y entonces comienza el matrimonio. Pero, Vadinho es un marido
ausente, siempre gastando dinero (de los otros) en el juego y con las mujeres.
Así se sucedieron los acontecimientos que marcaron la vida matrimonial de Flor
con aquel hombre ordinario, generoso gastador, infiel y amantísimo marido
que era Vadinho. Esto capítulo termina con Flor poniendo flores sobre la
tumba del fallecido.
La tercera parte tiene lugar
durante los siguientes meses. Flor está más alegre, a pesar de mantener aún la
fachada de viuda. Todas las beatas compiten para encontrarle un buen
pretendiente y quien aparece es Eduardo, el Príncipe, otro hombre ordinario
que engañaba a las viudas para robarles sus ahorros. Desenmascarado el
pretendiente, Flor se retrae. Sus sueños se vuelven agitados, su deseo crece en
la medida en que ella aparta a los hombres de su vida personal. Fue entonces
cuando el farmacéutico Teodoro Madureira, respetado solterón (ya que así había
permanecido para cuidar de su madre paralítica, que murió poco antes), propone
matrimonio a la Doña Flor tras mantener el más recatado de los noviazgos, pues
jamás estuvieron solos. El capítulo termina con la celebración del matrimonio
de Flor, esta vez aprobado por su madre, que volvió a su casa.
La cuarta parte se inicia con la luna de miel de Doña Flor. Teodoro es un hombre comedido, fiel (ni siquiera entiende que una cliente de la farmacia levantara su vestido para terntarlo), regular (sexo los miércoles y sábados con bis y facultativo el bis, los miércoles) e inteligente que trae paz y seguridad a la vida de Doña Flor. Pero, pronto constata la enorme diferencia que hay entre los dos maridos: si con Badinho era "loca hampa" (locura, desenfreno y transgresión), con Teodoro el sexo es regular, casto y recatado; si con Badinho lo que sentia era emoción, placer e inseguridad, con Teodoro la dolidez trae un sentimiento de melancolía y de tedio.
No obstante, esta situación no dura mucho tiempo. El día del aniversario del matrimonio, después de que los invitados se hubieran ido, Flor ve a Vadinho, desnudo como lo había visto en la cama el día de su muerte, invitándola y tentándola. Ella lo rechaza en ese momento, manteniéndose fiel a quien era su actual marido. Teodoro va dormir y Vadinho sale, después Flor va a buscarlo. Entonces el fantasma de Badinho se entromete en la cama de Florípedes (Doña Flor) y de Teodoro, y empieza a aparecer desnudo todas las noches entre los dos. Invisible para todos, menos para ella.
La cuarta parte se inicia con la luna de miel de Doña Flor. Teodoro es un hombre comedido, fiel (ni siquiera entiende que una cliente de la farmacia levantara su vestido para terntarlo), regular (sexo los miércoles y sábados con bis y facultativo el bis, los miércoles) e inteligente que trae paz y seguridad a la vida de Doña Flor. Pero, pronto constata la enorme diferencia que hay entre los dos maridos: si con Badinho era "loca hampa" (locura, desenfreno y transgresión), con Teodoro el sexo es regular, casto y recatado; si con Badinho lo que sentia era emoción, placer e inseguridad, con Teodoro la dolidez trae un sentimiento de melancolía y de tedio.
No obstante, esta situación no dura mucho tiempo. El día del aniversario del matrimonio, después de que los invitados se hubieran ido, Flor ve a Vadinho, desnudo como lo había visto en la cama el día de su muerte, invitándola y tentándola. Ella lo rechaza en ese momento, manteniéndose fiel a quien era su actual marido. Teodoro va dormir y Vadinho sale, después Flor va a buscarlo. Entonces el fantasma de Badinho se entromete en la cama de Florípedes (Doña Flor) y de Teodoro, y empieza a aparecer desnudo todas las noches entre los dos. Invisible para todos, menos para ella.
La quinta parte, que es la que
ha hecho famosa esta obra, comienza con Vadinho retornando de los muertos para
tentar a Flor. Flor se siente dividida entre el esposo actual y Vadinho, pero
éste último le dice que no tenga miedo, ya que también ellos se casaron ante un
juez y un padre. Pero, intentando aún alejar a Vadinho de su presencia llega a
encomendar un trabajo de hechizo para hacer que Vadinho vuelva al mundo
de los muertos. Hasta que eso ocurre Vadinho manipula las mesas de juego,
favoreciendo a sus viejos amigos, llevando a Pellanchi Moulas, rey del juego en
Salvador (Bahía) a la desesperación y a los “padres de santos” de
las rodas de Candomblé para librarse del azar. Hay una gran batalla entre
varios dioses del Candomblé contra Exu (entidad religiosa de los cultos
afro-brasileños que algunos identifican con el diablo católico), que protege a
Vadinho. Finalmente, Doña Flor no soporta más los envites de Vadinho y
perdiendo la resistencia se entrega completamente a él, que la conduce a la
locura en la cama. El libro acaba con Doña Flor andando feliz con
Teodoro y Vadinho (desnudo como siempre) a su lado, por las calles de Salvador.
Así, termina la obra con la imagen de Flor pacíficamente entre los dos,
totalmente feliz, invocando el ideal de equilibrio entre los dos momentos
contradictorios de la vida amorosa: el momento de la mentira y de la
infidelidad y el momento de la verdad y de la fidelidad.
No obstante, esta parte del
libro pone también al desnudo la mezcla del catolicismo con el candomblé,
religiones que plasman la vida mística y religiosa del pueblo brasileño. La
primera basada en la idea de pecado, de error y de moralidad sacramental; la
segunda, a su vez, basada en un ethos pasional, dependiente de los
deseos de los dioses de origen africano que de forma ambigua reflejan para los
mortales la posibilidad de una vida amorosa sin pecado, pero controlada por
reglas sobrenaturales que permiten relaciones dudosas y paradojales entre el
prohibido y el permitido.
Por otro lado, se abre también
una perspectiva de lectura psicoanalítica por el hecho de que Vadinho y Teodoro
se presentan como metáforas para el Ello (rebelde, impulsivo, espontáneo y dado
al caos) y el Superyó (metódico, controlado, restrictivo e moralizado),
respectivamente.
Pero, esta novela no parece
buscar respuestas excluyentes. Al contrario, Doña Flor es una historia que
pretende claramente revelar las representaciones ocultas que surgen en el
imaginario femenino acerca de las fantasías sexuales en la cultura brasileña.
Con otras palabras, Doña Flor representa un cierto ideal de hombre circunscrito
en dos maridos: Teodoro que ofrece la seguridad de la madurez, representada por
la amabilidad y fidelidad; y el otro, Badinho, que ofrece la sensualidad
libidinosa, representada por una fantasía mágica de placer que no se puede
describir.
¿Sería D. Flor una mujer
inmoral, o sólo una mujer en busca de todo aquello con lo que todas sueñan: la
combinación perfecta entre el placer desmedido y la seguridad de la
madurez?
¿Es posible que una mujer ame
a dos hombres al mismo tiempo? Y que estos hombres sean sus maridos
simultáneamente?
¿Será este sentimiento llamado
amor, que continua siendo tan bastardeado e impostado, capaz de permitir un
marco lujurioso en la existencia humana entre la calidez de un fuego que arde
vigorosamente en el cuerpo y al mismo tiempo presente un alto contenido de
sublimación de los instintos en sentimientos más puros?
Doña Flor parece representar
esa modalidad de vida social marcada por amplia ambivalencia afectiva, donde
una doble moralidad se convierte en cómplice de escarceos amorosos de extrema
sensualidad, acompañada de un tono erótico basado en un movimiento de musicalidad
y magia. Esta expresión vivencial de abundantes matices pretende ser una
representación del imaginario sexual en la cultura brasileña dentro del cual
hay lugar para un tipo de mujer que encarna una potencia femenina capaz de
enloquecer a los hombres con sus virtudes inapelables: “recatada, discreta,
inteligente, dueña de un par de nalgas monumentales y con una lujuria personal
que atesora para entregársela al hombre que ella desea”, pero que también
incita a los hombres a descubrirla en su cuerpo y la libido hasta hacerla
esclava del deseo.
Esto es claramente
identificable en la medida en que Doña Flor aún siendo amada y teniendo todo lo
que quiere de su nuevo marido, dotado de una relativa holgura, amoroso y
atento, se rebela en su cuerpo y acude a la magia para traer a su Badinho del
alma. Y sólo así ella se permite a la felicidad.
Doña Flor es una novela que
refleja el impás del triangulo amoroso en la posibilidad ambigua e inclusiva de
dos amores para la desmedida del deseo humano. En una lectura más sociológica,
la historia de Doña Flor revela el carácter complejo y contradictorio de la
cultura brasileña aún hoy, en un país de abundancia y de extrema pobreza, del
erotismo desataviado, pero también de prejuicio y de hipocresía, país de la
cordialidad y de la crueldad, del orden y del desorden.
Es obvio que el Brasil de hoy,
desde el punto de vista del tema enfocado, está, de hecho, modificado.
Ciertamente, podemos decir que tenemos hoy una configuración social
extremamente diversificada de la mujer brasileña. Pero, es preciso aclarar que
no hay entre nosotros una idea homogénea de Brasil y sí que hay varios
“brasiles” y las diferencias que se dan entre ellos muy grandes.
Sin duda, el proceso de
modernización del país, en su contexto tecnoeconómico, conduciendo varias
ciudades a un acelerado ritmo de urbanización, ha modificado substancialmente
la situación de la mujer en Brasil. Con todo, es preciso aclarar que eso
ocurrió verdaderamente dentro de un movimiento irregular. No todas las regiones
conocerán un patrón uniforme de desarrollo y el proceso de urbanización ha
sido, con frecuencia, diferente, lo que nos permite deducir una cierta lentitud
y efectiva discontinuidad. Hay momentos en que la mujer brasileña aparece
asumiendo una posición innovadora, detentora de un nuevo concepto de libertad
en relación a los patrones arcaicos del sistema patriarcal, y en otros momentos
se presenta como elemento conservador, anclada en una vinculación residual a
los prejuicios y tabús derivados de una cultura que aún alimenta el culto de la
beatitud de la mujer, principalmente de la mujer que se pretende tomar como
esposa. Pero, eso se debe, evidentemente, a la propia realidad del país,
en que el proceso de desarrollo y de transformación institucional se ha operado
dentro de un nivel de inmadurez histórica y de la falta de un sentido crítico
más esmerado del pueblo.
En verdad, el libro de Jorge
Amado se refiere a una época marcadamente restrictiva desde el punto de vista
político, pero marcadamente abierta desde el punto de vista de las costumbres,
principalmente aquellas ligadas a la esfera de las relaciones afectivas y
sexuales. Es visible que después de la “revolución sexual” de los años 60, se
repensaron los códigos sexuales y los modelos de feminidad y de masculinidad
que habían estado vigentes por muchas décadas. Pero, todo eso fue marcado
fuertemente por una ambigüedad en las formas de vivir el prohibido y el
permitido.
Hoy, naturalmente, se observa
una permanente desconstrucción de la antigua dicotomía “hombre-cultura/esfera
pública, opuesto a la mujer-naturaleza/esfera privada”. Los modelos femeninos y
masculinos que hicieron época, tan divulgados por el cine y la televisión de
los años 60, 70 y 80 orientan ya la constitución de sí de esas nuevas
generaciones. Creo incluso que está formándose un nuevo imaginario social, en
el cual “las imágenes, la cultura visual y videocrática ciertamente
suceden la cultura de las palabras y la importancia de la memoria”. Podemos,
tal vez, decir que el presente es arrancado del pasado y de la historia,
descontextualizado e independizado. Una nueva forma de pensar, sentir y actuar
acerca de la subjetividad y de la sexualidad gana nuevos signos y los hombres y
las mujeres de nuestro país experimentan una nueva realidad afectiva centrada
mucho más en sus cuerpos que en sus palabras.
Ciertamente, en tempos de
globalización, de internalización de la economía, hay también la
internacionalización de los afectos, con la violación de las fronteras
geográficas, nacionales, étnicas y sexuales de interacción mediática, que
encaminan los procesos de comunicación y de sociabilidad a una asustadora
crisis de identidad y de vivir la experiencia del amor. Y ahí podemos colocar
una cuestión: Estaremos viviendo intensamente las relaciones interpersonales
y una violación de las barreras individuales y sexuales donde las
relaciones de cuerpo a cuerpo son mediadas perversamente por las nuevas
tecnologías, llevándonos a una terrible soledad y falta de contacto físico y
sexual o, por el contrario, estamos en vías de constituir una amplia red global
de experiencias afectivas, donde los cuerpos estarán más libremente en
contacto, liberados de perjuicios ultrapasados o de míticas fantasías que han
fortalecido la ignorancia en relación al otro?
Estas son cuestiones difíciles
de responder. Pero, podemos prever el innegable predominio de la globalización
y su expansiva cultura del consumismo en la afectación de las formas de
comunicación del imaginario sexual.
Tal vez, Doña Flor y sus dos
maridos ya no seduce. Y la “tía buena”, que simboliza la sexualidad tropical
brasileña se ha quedado desfasada en nuestros días. Hoy se habla en cuerpos
performatizados, artificiales en sus demandas, subjetividades mutantes,
desterritorializadas, errantes en sus referencias al normal y al desvío. Se
habla de nuevos cuerpos, nuevas cartografías deseantes, nuevos modos de sentir
el cuerpo y los síntomas del gozo, de las nuevas formas de relación entre los
géneros.
Hombres y mujeres del siglo
XXI ensayan otras posibilidades de amar, más allá de las formas
tradicionales de relacionarse, como el enamoramiento, el noviazgo, el
matrimonio o el adulterio. Ciertamente, esto no significa una erradicación
total de patrones más conservadores acerca de la sexualidad. Este modelo aún
persiste entre nosotros. Pero, lo que predomina, de hecho, es una intricada red
de hilos cruzados, contradictorios en sus perfiles, dominadores y dominados en
su coexistencia, mediadores de exigencias desencontradas, que caracterizan las
relaciones entre los sexos en un mundo amorosamente solitario.
¿Es posible amar y vivir ante
esta visión tan catastrófica? No tengo autorización para hablar en nombre de
los europeos. Pero, como brasileño, yo digo que sí. Es posible vivir esta
experiencia de contradicciones, de ambigüedades y de aparente desorden interior
en los trópicos. Esto depende, ciertamente, de la manera de significar el mundo
al cual se pertenece. Nosotros, por ejemplo, somos hombres y mujeres de las
calles. Tenemos una necesidad visceral de vivir la experiencia de los espacios
exteriores, de agotar la seducción de la mística de todo aquello que se
encuentra fuera: el frenesí de los ritmos populares, las noches cargadas de
insondables deseos, el clima vertiginoso del sol calentando los cuerpos casi
desnudos en playas exuberantes, las formas ambiguas de manifestación de los
deseos que vacilan entre el prohibido y el permitido, la casi obsesiva
invocación de una mística escultural de un cuerpo “sanado”, esbelto, ofrecido
como una ofrenda en sacrificio, a punto de transformarse en objeto sexual
circulante, retrato reflejado de una imagen que nunca se fija, enmudece o se
recoge en sí mismo.
Todas esas instancias
psicosociales son portadoras de gran poder de registro ideológico, simbólico e
imaginario a los niveles del consciente y inconsciente colectivos en la
constitución de sistemas de representaciones, de idealizaciones, de
construcciones de subjetividades y de auto-imágenes que forman un amplio
sistema complejo de influencias reciprocas en la sociedad como un todo y que
contribuyen en la construcción de un imaginario sexual que, tal vez, podamos
interpretar como una especie de un “canibalismo amoroso”, de raíz simbólica y
imaginaria en su manifestación cotidiana, en la medida en que el sexo y
el modelo romántico del amor, retirado del concepto esencial de pecado, subraya
la exigencia de “complementaridad entre hombres y mujeres, que solo pueden ser
concebidos como completos y acabados, uno en función del otro, lo que estimula
la interdependencia y la busca de la fusión en un único ser”.
En la cultura brasileña, los
afectos, sentimientos, amor y pasión se entrelazan y son tomados como sinónimos
en nuestra vida cotidiana por el lenguaje popular. Diríamos que es común
encontrarse la oposición entre afecto, sentimiento e intelecto o razón, de tal
manera que el tratamiento de los ‘conceptos conduce a una mezcla de dimensión
moral de ética que supone la pasión como algo que afecta el valor ético de
nuestra propia condición y que tiende a proponer a la razón aquello que nos
representa en el más alto grado y que la pasión solo viene desmerecer”.
Por eso, esta idea
estoica de un “pathos” que compromete la razón aparece en la vida sexual
brasileña como una perturbación del ente que justifica todos los actos y los
juicios de juzgamiento. Como la esencia de la vida está calcada en la
satisfacción del deseo, la pasión tiene un valor ético positivo, por eso, la alegría,
el amor e el propio deseo son sentimientos o afectos valorizados positivamente,
en cuanto la tristeza, que produce la disminución del deseo, es reprobada y
mismo considerada un error.
El dolor funciona mucho más
como estímulo pulsional para la búsqueda de realización del deseo que para
justificar una derrota, un fracaso. El dolor no “propicia arrancar una máscara
de rizo que contradice la desesperación de un ser preso de una realidad que
simula un gozo del cual no se quiere desprender”. Las máscaras, imprescindibles
para hacer posible la convivencia social, también generan equivoco y mal-estar.
Por eso, el sentimiento que se muestra en el rostro que ofrecemos al otro, no
solo no dice lo que sentimos sino que también vela aquello que nos afecta. De ahí,
se puede afirmar que lo que sentimos no necesariamente coincide con lo que nos
afecta. Y, tal vez, como resultado de esa acomodación temporal de los
sentimientos, los sujetos avancen hasta al encuentro de su propia condición,
pero no para en un primer momento reflexionar sobre ella y cambiar la
trayectoria de los sentimientos, sino para descubrir-se como objeto de amor,
esto es, no necesariamente para hacerse amar, sino para sustentar el lugar de
amante, lo que permite rearticular el sujeto a la su propia pulsión. Como bien
subraya Sócrates en el Banquete, amante significa que busco en el otro, aquello
que me falta, que cuando alguien ama está diciendo “amo porque hay algo que me
falta”.
Así, finalmente, llegamos a
una pregunta capital: qué quieren estos hombres y estas mujeres de la
cartografía amorosa bajo la línea del ecuador. Yo respondería que lo que ellos
quieren es vivir dramáticamente. Esa sensación de estar siempre atraídos por
ese cuerpo imaginario produce determinados ritmos, pulsaciones que nos
movilizan a salir de un determinado estado y entrar en otro. Por eso, somos una
especie de “metamorfosis ambulante”, inserta en una dimensión fenomenológica.
Las tensiones subyacentes van superponiéndose hasta alcanzaren un nivel más
superficial y visible, que es el del discurso, lugar semántico adonde las
pasiones son situadas. Lo que se pone bajo esto puede ser considerado como
sensación o emoción.
¿Pero, objetivamente, qué
demanda una mujer? En regla general, “una mujer demanda subjetivar esa parte insubjetivable
de sí misma que representa su cuerpo”. En la tentativa desesperada de
significar su mundo interior y también de dar sentido a la dimensión imaginaria
de su cuerpo, la mujer quiere ser “el objeto que realiza el deseo del otro, que
rellena la falta del Otro, en una eterna demanda de amor”. Por eso, no es de
admirar que “las mujeres cuestionen sistemáticamente el amor, ni que ellas lo
demanden de su interlocutor. Es preciso amarlas y decírselo, no tanto por una
exigencia narcisista sino a causa de esa defección subjetiva por la cual ellas
son marcadas en cuanto mujeres. Si quieren ser amadas, no es porque ese deseo
tenga a ver con una pasividad natural, como acreditaba Freud, sino porque
quieren ser hechas sujetos allí donde el significante las abandona”.
Es por ello que en los
trópicos las mujeres tienden a asumir una conducta transgresiva, una vez que
toda demanda al significante (gozo del otro) comporta algo que se inscribe como
deuda; una deuda simbólica que va sufrir un efecto imaginario, convirtiéndose
en culpa. En este sentido, la deuda-culpa refuerza la interdicción del
prohibido y cuanto más culpada más transgresiva, convirtiéndose así el
prohibido en algo altamente codiciado y atrayente. Como el espacio del gozo es
finito y cerrado, la mujer experimenta esa restricción en su propio cuerpo, en
la medida en que su verdadera satisfacción es mediada por una representación
imaginaria “del gozo del otro”, al tomarse a si-mismo como objeto real capaz de
realizar el deseo del otro. Pero, como no puede dimensionar de forma
convincente “el gozo del otro”, la mujer experimenta una angustiosa duda y
asume como contrapunto al gozo el deseo siempre insatisfecho.
Sin duda, el imaginario sexual
en la cultura brasileña refleja un síntoma del riesgo que se exterioriza
en lo cotidiano por actos de excesos extremos: como conducir a alta velocidad,
comer mucho, beber demasiadamente, desear todo, violencia paroxística,
corrupción desenfrenada, todo sin control y excesivamente paradojal.
Sí, en el plano de la realidad,
regido por la temporalidad, somos irreversibles, en el escenario dramático del
imaginario, en contrapartida, somos reversibles: la imaginación sexual
nos permite romper la temporalidad, sin pasado ni futuro, solo momentos en la
escena cambiante del presente, y ahí se puede todo. Ahora, tal vez se pueda
comprender el dicho popular entre nosotros que afirma que “debajo de la línea
de ecuador no hay pecado”, sólo equívocos. Sí, porque el pecado genera culpa y
la culpa produce error y sufrimiento. En contrapartida, el equívoco produce
dudas y las dudas se vinculan a los límites de la razón.
¿Y quién no las tiene? Por
eso, vivir en los trópicos no es fácil para una mente sintonizada por valores
bien discernidos y racionalizados por una lógica consistente. La lógica que
predomina entre nosotros es paraconsistente, está para allá de las fronteras
del pecado y de una moral impermeable.
Así mismo, tenemos un proceso
de civilización marcado por un legado lleno de culpa. Una culpa ancestral, de
carácter moral y religioso, que ha plasmado códigos de comportamiento y de
pensamiento. Eso fue tan fuerte en la cultura brasileña que tuvimos que esperar
a que la publicación de una Carta Constitucional determinase el reconocimiento
de la igualdad entre el hombre y la mujer. Ello se produce en la Constitución
Federal de 1988 a través la cual la mujer fue considerada igual al hombre en
derechos y sentimientos. Pero, desde el punto de vista cultural, las cosas no
ocurren de forma tan simple. Permanece una visión conservadora y, sobre todo,
despreciativa de la mujer, que ha hecho un esfuerzo muy grande para alcanzar en
una sociedad aún de dominación masculina una posición de respeto y de dignidad.
Pero, el hecho más
significativo de esta discusión es saberse en la lucha por la superación de
esas amarras ideológicas y culturalmente determinantes, esto es, en la lucha
para establecer la igualdad de derechos y la igualdad de oportunidades
sociales, la mujer, confundiendo dominación y virilidad, desea copiar el
arquetipo de la masculinidad y desencadenar el fenómeno de la uniformidad
sexual. Defender un planteamiento que establezca el reconocimiento de la
dignidad de la mujer brasileña y de su personalidad como individuo autónomo,
creador de su propia historia, es notablemente relevante, porque esto
constituye la meta prioritaria de la lucha de todas las minorías oprimidas.
Pero, pretender construirlo al precio de la castración del hombre y de la
emulación de la esencia femenina, nos parece, realmente, un precio exorbitante.
De hecho, la lucha del
femenino no debe ser contra el masculino, agrediéndole en sus puntos más
vulnerables, pues la mujer, al proceder así, arriesga el alterar la naturaleza
del Eros (el principio del placer) y desencadenar, con la uniformidad sexual,
la dominación de Thanathos (el principio de la negación del placer). La lucha
de la mujer se debe orientarse contra todos los modelos o patrones
estereotipados, creados por la sociedad que, en el contexto de la estructura
familiar patriarcal, ha transformado la convivencia entre los sexos en una
relación deshumanizada, propensa a la destrucción y a la apropiación del uno
por el otro. Pero, esta lucha no debe ser emprendida en solitario. Sino que
debe ser un propósito común de la mujer junto con el hombre, diferentes en
cuanto estructuras psicoafectivas, pero equivalentes como agentes catalizadores
de cambios y de construcción de un nuevo tipo de sociedad.
Ahí, no hay más brasileños ni
europeos, ni asiáticos o amerindios, negros o blancos; hay verdaderamente
hombres y mujeres del mundo convocados a construir una nueva DEMOCRACIA
SEXUAL.
Muchas Gracias!




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